Creo que casi todos nos acordamos de la primera vez, recordamos perfectamente su nombre nuestra iniciación en el rito sagrado. Recordamos muchas cosas de aquel momento, pudo ser con la pareja de tu vida o pudo ser con un grupo de amigos, lo cierto es que lo recuerdas de manera especial. Recuerdas si fue en casa o fue fuera de ella, recuerdas incluso alguna de las sensaciones que viviste, los sentidos te retrotraen a ese momento que en algo te dejó marcado.
Hablamos como no de esa primera botella de vino, esa primera vez que te iniciaste en el mundo del vino. Acostumbra a ser un recuerdo dulce, suele ser ese vino amable y dulzón, portugués o italiano y de aspecto asalmonado. Cuando pasas por “el carril” del supermercado y lo ves asomado en su estantería tienes un pequeño impulso por volver a probar ese espumoso. A nivel personal he de confesar que la primera botella de vino que consumí fue una botella de “Mateus Rosé”, tengo que descartar Calimochos y otros descalabros.
¿Por qué? El vino no es solo vino, ese buen recuerdo es el que nos impulsa a alargar la mano hacia esa botella, entonces la parte racional de nuestro cerebro nos recuerda que nuestros gustos han evolucionado, han cambiado con nosotros. El maravilloso mundo del mundo nos hace ir descubriéndolo poco a poco, empezando normalmente por esa botella de espumoso, pasando por blancos amables, tintos jóvenes y seguir subiendo la escalera. Por el camino pruebas un poco de todo, vinos especiales (Sauternes, jerez etc…) blancos con barrica y así hasta los tintos de gran crianza.
Ese primer vino es el que nos abre la puerta, el que nos introduce en este aspecto de la cultura mediterránea, poco a poco nos conquista, nos embriaga y hasta nos convierte en militantes. Esa primera botella, aunque ahora la sepamos de baja calidad es básica, es el primer escalón de una escalera que sólo tú puedes subir si te apetece. Después vendrá lo demás.
¿Cuál fue tu primera vez?